Yo tenía diecisiete años y vivía mi vida como si todo el tiempo tuviese una cámara atrás. Sentía que todo lo que estaba haciendo lo iba a ver alguien en algún momento y que mi vida tenía que ser escandalosa, arriesgada, impresionante. Ese alguien no era cualquier alguien, era un chico que me gustaba, que nunca me había dado bola, y que encima ahora se había ido a vivir con el padre a Costa Rica. Le decían el Yanqui.
Mi único objetivo en la vida era ir, estar con él, quedar embarazada y tener un hijo suyo. Todo lo hacía persiguiendo ese objetivo. Era imposible hacerlo de manera calma. Todo tenía que ser extremo, calamitoso. La pasión, o mejor dicho la desesperación, me llevaban a decir: hago cualquier cosa con tal de lograr mi objetivo. Y era excitante vivir así, tan dramáticamente, como una estrella de cine.
En realidad si yo iba al colegio todo el año, me portaba bien y cumplía, creo que mi papá me hubiera pagado un viaje a Costa Rica en las vacaciones. Pero así era aburrido, muy aburrido. Y además yo me iba a ir para siempre jamás, para nunca volver, no de vacaciones. Mi plan era conseguir los tres mil pesos para el pasaje, tomarme un avión e irme. Tenía mi permiso de menor conmigo y lo guardaba abajo de mi almohada para nunca olvidarme de cuál era mi meta. Antes de dormir, metía las manos abajo de la almohada y lo tocaba. No pensaba avisarle a nadie que me iba. Quizás dejaría una nota, no sabía. Para conseguir la plata se me ocurrían cosas como robar un kiosco. Y si no llegaba a juntar la plata, podía colarme en un avión.
O bien matar a su madre, que estaba en Buenos Aires, para que él tuviera que venir al funeral y entonces volver a verlo.
Día y noche pensaba yo en mis planes y soñaba. Por un lado me reía porque eran imposibles pero por otro lado lloraba porque lo extrañaba demasiado y no había ningún otro chico en el mundo y yo así no podía vivir más.
A veces, antes de irme a dormir, me quedaba redactando mentalmente la carta que le dejaría a mi familia antes de partir. Me sentía culpable de imaginar que un día se despertarían y yo no estaría más, pero no me quedaba otra opción, porque mi amor y mi destino estaban en Costa Rica. La carta era así:
“No fue culpa de ustedes. Ustedes son muy buenos, pero yo necesito irme, no puedo más vivir acá. Algún día nos vamos a volver a ver, gracias por todo”.
10. Olor a abuela
Una noche vino a lo de mi abuela. Si bien siempre era yo la que lo llamaba por teléfono, él era el que insistía en que se la chupara. Cuando me trataba de convencer, eran los únicos momentos en que me sentía especial.
Esa noche él me estaba tratando de convencer.
-Estoy aburrido -me dijo.
-Bueno, buscá algo para divertirte.
-No, dale, quiero que me la chupes.
-Pero, ¿para qué querés que te la chupe?
-Porque sí, porque me gusta. Dale, vení ahora para mi casa.
-No voy a ir a tu casa ahora. Estoy en pijama.
-Vení en pijama, te mando un remis.
-No.
-Mando un remis a buscarte ahora mismo.
-Si estás tan caliente, búscate una puta y listo.
-Es que no me gusta pagar para que me la chupen. Además vos la chupas increíble.
Y ya está. Con esas palabras me desarmó. Esas eran exactamente las palabras que yo necesitaba escuchar.
-Bueno, pero vení vos a mi casa -dije, y al instante me arrepentí.
¿Para qué quería que viniera a mi casa? Mi casa era una casa de viejos, me daba vergüenza.
Vino. Lo primero que dijo cuando entró fue:
-Qué olor a abuela.
Había venido en remís y el remís estuvo parado en la puerta esperando hasta que él se fue. Esa noche pasó algo terrible.
Cada vez que lo iba a ver, ponía un particular empeño en afearme. En realidad buscaba usar lo más llamativo que tuviera, pero eran tantos los nervios que terminaba vistiéndome de lo más ridicula.
Pero esa noche mi vestimenta fue un plato fuerte, un verdadero carnaval de ridiculez. Me di todos los gustos: me puse un delantal celeste cuadrillé de manga larga que era de Nilda. Sí, un delantal de mucama, que encima me quedaba enorme, por los tobillos, y las mangas me colgaban. También me puse un collar de mi abuela, que tenía una chapita metálica que decía en letras grandes: DIABÉTICA. Como ella lo era, utilizaba este collar cuando salía, por precaución. Pensé que al Yanqui le iba a llamar la atención una cosa tan exótica.
Entramos a mi cuarto y cerré con llave. Había tratado de arreglarlo para que no me diera tanta vergüenza, pero era imposible: estaba todo plagado de cachivaches familiares que habían dejado mis tíos. Todos los cachivaches de una familia que a mí me daba vergüenza porque no la veía como la familia de una chica de la que él se pudiera enamorar. Olor a abuela, libros viejos llenos de polvo, revistas Playboy de los 80, trofeos de competencias deportivas escolares, todo el empapelado floreado a medio salir y los muebles color marrón caqui, ese que se usaba hace tres décadas. Sobre mi cama, un acolchado a cuadros más de varón que de mujer. Ahí dormía yo todas las noches y esa noche, ahí estaba sentado el Yanqui.
Creo que en el fondo lo que más vergüenza me daba era que él se diera cuenta de que era judía. Pensaba que algo en los objetos iba a revelarle mi verdadera identidad. Sentía que era algo que estaba impregnado en el cuarto, en la casa y en mí. Que no importaba cuánto ordenara o escondiera, no había forma de disimularlo.
Primero se quiso sentar en una silla vieja de oficina que había en mi cuarto, pero estaba rota y se cayó. Se levantó rápido y nos reímos, pero yo todo el tiempo le hacía “shh" con el dedo porque no quería despertar a mi abuela. Al final se acomodó en la cama con las piernas colgando y el torso apoyado en la pared. Yo me senté mirando hacia él, sobre la almohada. Le dije que iba a hacerlo solamente bajo la condición de que fuese escuchando Courtney Love. A él no le gustaba para nada. El era fanático de Eminem.
-Esa música es una mierda -me dijo.
Me puse firme, le dije que era la única manera en que lo iba a hacer y tuvo que aceptar. Puse el CD en mi equipito de música con el volumen bien bajo y se la empecé a chupar. En un momento me dijo:
-Nunca vi hasta dónde podes llegar. A ver, lo más que podés.
Seguí metiéndomela más y más aunque me daba arcadas, tratando de llegar a tenerla toda en la boca. Era muy grande y además me estaba cuidando de no rozarlo con mi nariz ni lastimarlo con los dientes. Tenía que poder, tenía que entrarme toda pero era muy larga y cada vez me daba más arcadas, hasta que de repente vomité. Fue algo repentino que no pude contener. Cuando quise darme cuenta, le había vomitado todo encima. Mi vergüenza era más de lo que podía soportar. Jamás me voy a olvidar la frase que dijo a continuación:
-Nunca me había pasado esto con una chica.
Me quería morir. Lo mejor que me podía pasar en ese momento era que de los cuadros del acolchado de mi cama se hiciese un agujero negro y me tragara. No sabía con qué cara mirarlo.
-Voy al baño -me dijo.
-No, ¿qué? -me salió responderle.
Me moría si iba al baño. No podía ir al baño. El baño estaba hecho con azulejos celestes que estaban todos podridos de lo viejo. Si mi cuarto me daba vergüenza, el baño ya era el colmo. Por empezar, mi abuela todas las noches dejaba un olor a mierda impresionante, cagaba como ningún otro ser en este planeta. Él podría pensar que ese olor era mío. No, no podía dejarlo ir al baño. Suficiente con que le acababa de vomitar encima. Además, mi abuela siempre dejaba su dentadura apoyada en cualquier lado y restos de comida en el lavatorio. Como si esto fuera poco, en el baño teníamos un inodoro especial que ella había mandado a colocar porque no se podía agachar. Era como un símil-inodoro sobre el inodoro real, para hacerlo más alto, y a sus costados había manijas y agarraderas. La ducha también era una especial para viejos, parecía una nave espacial. Como un tubo redondo todo de vidrio con un escalón para sentarse y una radio incrustada adentro. No, al baño no iba a entrar.
Entonces fui yo, cargué una botella con agua y se la llevé. Se limpió como pudo y me dijo:
-Seguí, terminá.
-No te la voy a chupar así.
-Ya la limpié -insistió.
La miré. Estaba limpita.
—Un poquito más, todavía no acabé —volvió a insistir.
Lo hice. Acabó. Se subió los pantalones y se fue. Me puse a lavar el vómito que había quedado en mi cama y al rato lo llamé. Todavía estaba muerta de vergüenza y de angustia por lo que había pasado Necesitaba hablar con él, escucharle la voz, que no se terminara tan rápido nuestro encuentro.
-¿Te bañaste? -le pregunté.
-Sí, obvio.
-No sé porqué me pasó eso.
Me volvió a decir la maldita e hiriente frase:
-Nunca me había pasado eso con una chica.
-A mí tampoco me había pasado eso con un chico -dije a la defensiva.
Entonces se me ocurrió una historia.
-Me parece que puede haber pasado por lo que te conté, que soy bulímica, entonces tengo el reflejo del vómito demasiado sensible.
Prefería que él pensara que le había vomitado porque era bulímica a que había sido porque no sabía hacerlo bien.
Y me preguntó, cada tanto me preguntaba:
—¿Todavía tenés mi semen?
Cómo no lo iba a tener. Lo tenía y cada tanto iba y lo abría. Lo dejaba un rato afuera hasta que se descongelara, solo para olerlo y degustarlo. Seguía teniendo el mismo olor y el mismo gusto salado y rico.
-Ves que estás loca, Loca, me dijo.
Para el Yanqui yo era, yo siempre había sido La Loca. Así me llamaba, nunca por mi nombre. A mí me parecía dulce que me dijera así, además muchos maridos le dicen así a sus esposas.
Tardé muchas horas en dormirme esa noche. Nuestras conversaciones telefónicas ya no eran tan largas porque las chupadas de pija habían reemplazado todo eso. ¿Qué estaba haciendo? ¿Para qué lo seguía viendo? Nunca me iba a dar un beso. Sentía esa mezcla de sensaciones otra vez. Lo amaba pero estaba sufriendo. Dije: voy a dejar de llamarlo por un tiempo a ver si él me llama. Si me extraña, me va a llamar. Si me quiere, me va a llamar.
16. Sentía que podía ir nadando hasta Costa Rica
Empezamos a caminar sin rumbo. Nos tomamos el tren hasta Retiro y de ahí un colectivo hasta La Boca. Fuimos a dar una vuelta por las vías viejas del tren. Mi corazón explotaba de alegría. Fumamos un porro y estuvimos acariciando un perro callejero en el puerto. Mirando el río, yo pensaba en todo lo que me esperaba. Sentía que podía ir nadando hasta Costa Rica. Sentía que si hacía fuerza podría levantarme del piso e ir volando hasta Costa Rica. Tenía todo el mapa de América en mi cabeza. Comprábamos algo para tomar en el camino, después las dos nos tomábamos de la mano y hacíamos mucha fuerza, y eso nos levantaría hasta el cielo y de ahí derecho hasta Costa Rica.
Me sentí feliz y orgullosa de mi misma. Estaba viviendo.
Después de haber estado muerta todos esos años, desde los trece a los diecisiete, de haber estado tanto tiempo sin querer salir de la cama porque era fea y por mi nariz, sin querer bañarme y sin ningún interés en el mundo, finalmente había encontrado una razón de ser. Estaba cumpliendo mi sueño. Iba a ir hasta Costa Rica, iba a tener un bebé con el hombre que amaba, ¡y él también me amaba a mí! Miraba al horizonte: la luz de la luna y las estrellas que se reflejaba en las suaves olas del Río de La Plata.
Tomamos el colectivo de vuelta hasta Retiro y de Retiro el tren hasta San Isidro.
Cuando llegamos a la casa ya estaba asomando el sol. Luego de fumarnos el último porro en el patio, llegó la frase que terminaría en una rotura de corazón tan grande que ya no supe cómo recomponerme. El chat había quedado abierto. El mensaje del Yanqui seguía.
-A mí también me pasan cosas raras... El otro día vi un ovni y no soy el único. Mi amigo Joaquín también lo vio.
No quise creerlo. Ro se agarraba la cabeza con las manos. No podía ser. Decidí llamarlo. Antes de eso, Ro me dio un trago de whisky que le había robado al padre.
Yo tenía su número porque un día la había hecho a Roxi llamar a la casa de la madre y pedírselo, haciéndose pasar por una compañera de colegio de él.
-Aló -atendió Ángel.
Era la primera vez que escuchaba la voz del padre y sonó tan sexy como la de él pero más bueno y más viejo.
-Hola. ¿Está Tomás?
-Está durmiendo.
-Ah, y ¿no lo podés despertar? Estoy llamando desde Argentina. Todavía sentía lo caliente del whisky en mi garganta y en mi pecho.
-Esperá.
Roxi me tenía agarrada de la mano. Yo se la apretaba fuerte. Toda la sangre de mi cuerpo se movía muy rápido. Necesitaba cada vez más aire.
-Hola.
Era él.
—Hola —le dije.
-Sí, ¿quién es?
-María -le inventé.
—¿María?
Quería que adivinara quién era por mi voz.
-¿Quién?
-María.
—No conozco ninguna María.
-Sí me conocés.
—¿Sos de Argentina?
-Sí.
Silencio.
-No sé quién sos.
-Sí sabes. Me conocés.
Pero no adivinaba, así que le dije:
-Soy yo, la loca.
-¿La loca?
-Sí -le dije yo-. ¿No me reconocías por la voz?
-No. Estoy re dormido. Son las cuatro de la mañana acá.
-Acá son como las siete. Estoy en lo de una amiga.
-¿Me estás llamando de lo de una amiga?
-Sí. La mamá no sabe -dije, picara.
Él se rió.
-Se va a enterar a fin de mes cuando le llegue la cuenta -le dije.
Se rió.
-¿Y cómo estás?
-Bien, ¿y vos?
No sabía qué decirle ni cómo empezar a hablar.
-¿Así que viste un ovni?
-Sí. Acá hay mucha gente que los ve. ¿Vos viste uno alguna vez?
-No. ¿Y qué tal es por allá?
-Acá es un paraíso. Hay selva, cascadas. Todo el día los negros en la playa fumando mota.
Entonces en ese momento junté valor y le dije:
-Siento algo muy fuerte por vos.
Silencio.
-Siento una atracción muy fuerte por vos -le volví a decir.
Roxi se tapó la mano con la boca. Yo caminaba por todos lados, de su cuarto al patio y del patio a su cuarto sin poder parar. Roxi y la perra, Sheila, me seguían de aquí para allá.
-¿Pero una atracción cómo, física o mental? -me preguntó él.
-Nunca me sentí así por nadie en la vida. Es como una obsesión sexual que tengo con vos -le expliqué.
Me gustaban esas palabras, “obsesión sexual”. Me parecían románticas y potentes, que realmente expresaban lo que yo sentía.
-¿Obsesión sexual?
-Sí.
-¿Cómo?
-Pienso en vos todo el tiempo.
-Sí, hay mucha gente que le pasa eso conmigo. Allá en Buenos Aires tenía un compañero de colegio que yo siempre iba a la casa. Y un día me empezó a abrazar. Y yo le dije, pará, ¿qué haces? Y ahí él me dijo lo mismo que vos, que sentía una atracción muy fuerte por mí. Puede ser porque yo soy niño índigo. Acá conocí un viejo sabio que me dijo que soy niño índigo, de la nueva raza azul.
-Ah.
No me interesaba nada de lo que me estaba contando. Un compañero que se le había tirado, ¿qué me importaba a mí? ¿Acaso no había escuchado lo que le acababa de decir? Me siguió contando:
-Acá está lleno de gays. Por eso me tuve que sacar el aro de la lengua, porque se me tiraban todos. Acá usar aro en la lengua es de puto.
Me pareció que no me había entendido. Estaba diciéndole que lo amaba, y ¿él me salía con eso? Fui más explícita:
-Quiero ir a verte. Quiero ir para allá... A Costa Rica...
-¿Querés venir para acá?
-.. .A buscarte. Sí, estoy juntando plata. Sale como tres mil pesos el pasaje. Estoy tratando de juntar la plata.
-Si querés venir, vení.
Yo me quedé en silencio. ¿Qué significaba eso? ¿Que también me amaba, o no? ¿Que quería que fuese, o no?
-Yo me quiero ir a vivir a una montaña a plantar marihuana y vivir con los indios en Perú -me dijo.
Me pareció un plan estúpido y poca cosa para él. El tenía que volverse un rapero famoso como Eminem para que yo fuese la esposa de alguien importante.
-Pero no entiendo, explicame, ¿qué sentís por mí? ¿Qué es lo que te atrae de mí? -me preguntó.
Todo, todo, todo, ¿por dónde empezar?
-Te voy a mandar un poema que explica todo lo que siento por vos - le dije.
-¿Un poema?
-Sí, un poema.
Yo escribía poemas, absolutamente todos sobre él.
—Esperá, dejame que lo busco y te lo leo —le dije, y empecé a llorar.
Lo busqué en mi cartera y comencé a leerle:
—Tener tu miembro erecto en mi boca...
El se rió.
-No te rías.
—Es que me llamás acá y yo me acabo de despertar y no entiendo nada.
—Bueno, pero escúchame. Tener tu miembro erecto en mi boca, pobre el resto de los seres humanos que no son yo. Tocar tu pecho
v ni pene al mismo tiempo y sentir tu sangre haciendo todo el recorrido. Lamer tus huevos...
El dejó de reírse y pasó a un silencio de sepulcro.
-Lamer tus huevos, tu semen tan salado y perfecto. Y me atraganté con toda la sangre que eyaculaste esa noche y vomité amor, tu miembro erecto duro lleno de venas a punto de explotar en mi boca...
-Tu-tu-tu-tu-tu... -. Me cortó el teléfono. Lo volví a llamar y atendió el padre.
-Tomás está durmiendo.
-¿No lo podes despertar? -dije, llorando.
-No, no, está durmiendo.
Seguro ese hijo de puta no me quería pasar. Corté el teléfono. Llorando, caí en los brazos de Roxi. Mi mundo había colapsado. Nada tenía sentido. Todos los planes que habíamos estado haciendo en los últimos meses, todo para nada. Mi sueño de viajar a verlo y quedar embarazada de él, para nada. Roxi me acurrucó en sus brazos como un bebé:
-No te preocupes, yo te voy a cuidar, me dijo. Es Dios, es Dios que nos está culeando.
Roxi y la abuela me consolaron hasta que me dormí.
(Del libro homónimo,
Mansalva, 2021)
Delfina Korn
Delfina Korn nació en Buenos Aires en 1988. Es escritora y periodista. Publicó el libro Aguas Compartidas (Griselda García Editora, 2019) y Luna de miel (Cuentos María Susana, 2020). También escribió la obra de teatro “La mafia de las mercerías”, algunos poemas y un cuento para niñxs.